Hace un tiempo escribí sobre la importancia de tener una mascota en casa, compartía todas las cosas buenas que nos brinda un nuevo integrante en el hogar, que nos llene de gozo y energía. Las opciones son muchas: un perro, un gato, un pez, un hámster, un loro, etc.
Tiene ya algunos meses que mi esposo y yo veníamos acariciando la idea, tomando conciencia de lo que ello confería: el gasto de la compra, comida, vacunas, veterinario, cama, juguetes, accesorios y demás mundo que existe para las mascotas. Descubrimos cosas que no sabíamos que serían de gran utilidad, como un bloqueador de olores, un tapete de césped para hacer pipí en interiores y demás cositas que va uno conociendo en el día a día.
Pero sobre todo lo más importante: aceptar que un perro requerirá de nosotros por los próximos 15 años de su vida, que se volverá parte de nuestro diario y que como un niño pequeño necesitará de nosotros la mayor parte del tiempo. Como mamá de dos hijos de alta demanda el temor a lo desconocido, ya estaba superado.
El plan era -como ya habíamos preguntado en una veterinaria de mi ciudad- acudir a solicitar la raza que queríamos, mi apuesta era un Pomerania lo más pequeño que pudiéramos llevar a casa. Porque mis hijos aunque estaban muy ansiosos de un cachorrito, no estaban acostumbrados a ninguno y les ganaba el miedo a las ganas.
La recomendación experta
Era de un perrito de hasta tres meses, para que los peques se acostumbran a la naturaleza del animal sin temores, y con esa idea nos quedamos esperando que llegara el momento.
Una noche de octubre llegó nuestro perro a casa. Mis hijos estaban durmiendo y por más que les hablé no se movieron ni un centímetro. Un pequeño cachorro que ese día cumplía 4 meses entró a mi casa temblando de miedo, sus colores eran blanco y negro, sus orejas grandes, triangulares y picudas como las de un gato, su primer nombre en casa fue Cat-Dog.
No fue Pomerania, ni fue comprado, el cachorro llegó a nosotros como un regalo de un familiar de mi esposo y no dudamos en aceptar.
La mañana siguiente mis hijos despertaron con miedo, pero con muchas ganas de conocer al nuevo integrante de la familia, fue así que dos nombres se pusieron en disputa: Perry y Blanca Nieves… Nuestro pequeño Boston Terrier fue ganándose poco a poco la confianza de mis hijos: mordía, rasguñaba, les brincaba encima para jugar, cosas que los pequeños no estaban acostumbrados y que les parecía amenazante.
El nombre elegido fue Perry, por “Perry el Onitorrinco” de Phineas y Ferb. Ahora Perry el Boston Terrier reconoce su nombre a la perfección. Ha sido un mes muy arduo donde hemos trabajado la enseñanza de hacer sus necesidades fisiológicas en el jardín y no en las alfombras y tapetes.
Tiene dos camas, pero aun así prefiere estar sentado junto a nosotros en el mueble de la sala. Estamos conociendo un mundo de marcas de croquetas, vacunas veterinarias, el cuidado de sus ojos y ver su carita triste cuando recibe un regaño.
¿Qué es lo mejor que te puede dar un cachorro? ¡Todo su amor!
He notado el amor que mis hijos le tienen a su “hermano menor”, tras un suceso que puso sus lágrimas al borde, cuando el cachorro brincó el portón en casa de la abuela paterna y se salió hacia la calle. La niña me llamaba con gritos desesperada “Mami, Perry se salió, Perry se salió” mientras el estrés nos ganaba a todos buscando la llave.
Afortunadamente un vecino cercano nos ayudó a contenerlo. Tras un mes de convivir con mi hijo canino, nos ha enseñado que el cariño se puede dar entre humanos y mascotas, que podemos extrañarlos y preocuparnos por su seguridad, que la vida no la verás igual y que no solo tendrás una mascota si no que todos las demás mascotas del mundo se te harán tan bonitas y buenas que querrás tener cada vez uno más.
Foto: Any Fuchok
Post escrito por Any Fuchok y publicado originalmente en Disney Babble Latinoamérica.
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